Paloma Fabrykant |
Nací en Buenos Aires a principios de los
ochenta. Papá era arquitecto y fotógrafo; mamá una exitosa escritora;
en casa sobraban libros, cultura y mente abierta. Teníamos parientes exiliados, pensamiento de izquierda
: una familia intelectual de clase media. Desde chica mamé el amor por
la literatura. Jamás me estimularon hacia el deporte. Mamá y papá se
burlaban de los “boludos que corren detrás de una pelota”. Yo era gorda,
sedentaria y torpe. En la escuela a veces la pasaba mal
. Las horas de gimnasia eran mi pesadilla: odiaba los juegos de
pelota, nunca aprendí a hacer la vertical. Y las burlas de los
compañeros eran duras; ya se sabe, los niños no tienen filtro. En
cambio, escribía buenas historias y me perfilaba como la pequeña narradora de la clase
. El primer par de anteojos, a los diez años, profundizó el
estereotipo, y un desarrollo sexual tardío lo coronó. Mientras otras
nenas llamaban la atención de los chicos con sus nuevos pechos pujando
detrás de los flamantes corpiñitos, yo veía con angustia cómo lo único
que abultaba mi remera era la panza .
La primera en pisar un dojo fue mi hermana mayor. Íbamos al mismo secundario y teníamos el mismo sádico y autoritario profesor de handball
: la humillación era pan de cada día. El colegio tenía su propio salón
de artes marciales (dojo), donde se practicaba judo. Ese fue mi primer
refugio. En judo corrían otras reglas, otro modo de relacionarse con el
cuerpo. Había respeto, cortesía, compañerismo... El uniforme
disimulaba la panza y nadie se burlaba de mí . Al año
siguiente quise subir la apuesta: me metí a aikido y me enamoré; pero
no del arte sino del profesor, once años mayor. Para conquistarlo, decidí bajar de peso costara lo que costara
. Fue un verano de semi ayuno: yogur dietético, ventilador, boleros y
fantasías de amor. Lo que pasó entre nosotros no merece más de una
línea. Yo acababa de cumplir los dieciséis así que no califica de estupro
. Sí me rompió el corazón, pero eso suele pasar. Lo que importa es que
entré a cuarto año convertida en una persona diferente. Con los kilos
de más se fue la timidez y con el desengaño, el romanticismo. Seguí con
el judo y fui sintiéndome cada vez más fuerte, segura y femenina . Egresé del Nacional lista para llevarme el mundo por delante.
Publiqué mis primeros poemas a los
diecisiete años, a los dieciocho fui redactora publicitaria, a los
diecinueve saqué mi primer libro y a los veinte empecé a colaborar con Clarín
. Cuando vino el corralito me fui a probar suerte a Europa. La jugué
de mochilera clandestina casi un año, haciendo los trabajos que en
Argentina jamás habría aceptado, hasta que me cansé de la ilegalidad y
decidí volver. Pero reinsertarme en el mercado laboral no era fácil.
Empecé a tantear los lugares de antes (editoriales, revistas, agencias
de publicidad…). No aparecía nada. Y con el síndrome del adolescente desarraigado
, extrañando Barcelona, incómoda en la casa de mis padres, no me
hallaba en ningún lado. Iba por la calle pateando bolsas de basura, les
pegaba a las paredes. Para descargar esa mala energía volví a las
artes marciales. Me anoté en karate y comenzó la magia.
Karate era justo lo que estaba buscando. Al intenso ejercicio físico se sumaba un componente espiritual profundo que me sedujo de inmediato
. Puedo decir que a los veintiún años encontré el sentido de la vida:
la autosuperación. A través del esfuerzo diario, la técnica –que al
principio parecía imposible– se iba impregnando en el cuerpo y lo mismo
ocurría con el espíritu: se trataba de buscar el mejoramiento constante
, perfeccionar el carácter y pulir los defectos, hasta ser, si no Buda,
alguno de su pandilla. La filosofía Samurai, la entrega absoluta, el
orgullo de estar dispuesto a morir por la causa, me trajo alguna
resonancia setentista, ecos de ese pasado tan presente en mi familia.
Fueron días de iluminación y sacrificio , lecturas de
distintas corrientes místicas (Gourdieff, Suzuki, Lao Tsé) y fantasías
de encerrarme en un monasterio. Abandoné la facultad de Letras y
desprecié profundamente lo intelectual, lo mundano y todo lo que me
apartara de “el camino”. Salía a correr descalza recitando en mi mente proverbios Zen . Mis padres se preocuparon bastante.
Pero una parte de mí –la salvadora o la
saboteadora– sabía que también había que ganarse el pan, así que
empecé a abrirme paso en el periodismo de investigación. Había algunos
sectores del mundo que sí me interesaban (cárceles, villas, rutas,
burdeles, todo lo que nadie más quería cubrir) y con esa sensación de
inmortalidad de la primera juventud, me fui especializando en
“territorios hostiles”. Anduve entre presos, gitanos, travestis, camioneros, escribiendo crónicas y produciendo documentos para TV, hasta que apareció un tema que me llamó especialmente la atención: el Vale Todo, combate sin reglas
. En cuanto respiré la primera bocanada de olor a transpiración
mezclada con pomada desinflamante, supe que había descubierto algo.
Donde el común de la gente veía unos locos que se agarraban a trompadas
dentro de una jaula, yo encontraba un universo complejísimo de artes
marciales y deportes de combate que se combinaban, místicas que se
entrecruzaban, filosofías que se yuxtaponían y –cómo negarlo– mucha
testosterona desatada. Así como para el falto de oído, la música
compleja es un barullo, o para el analfabeto, el mejor poema no es más
que muchas marcas de tinta acomodadas en hilera, hace falta entender de
Artes Marciales para apreciar la belleza del más extremo
–más exquisito– estilo de combate: el combinado. Fui a cubrir mi
primer evento de Vale Todo en el estadio Obras Sanitarias, para el
suplemento Radar de Página 12 (entonces dirigido por Alan Pauls) y salí
totalmente trastornada. El 99 % de la concurrencia eran hombres, de
entre 20 y 40 años, con tremendos lomazos. Yo era una joven soltera y
atractiva y me sentía como un niño en una dulcería . Pero, como todos los niños, también me empecé a hacer preguntas: ¿funcionaría mi karate contra una de estas bestias?
Fue esa inquietud la que me hizo
empezar a soñarlo: meterme en la jaula. Era claro que no podía ser. Yo
era rubia, educada ¡mujer! En ese entonces no había peleas femeninas en
TV ni en ningún lugar de la ciudad. Y si mis padres ya se habían
preocupado por mi afición al karate, no me quería imaginar que me vieran ah
í. En las Artes Marciales Mixtas (mal llamadas “vale todo”) se
permiten casi todas las técnicas de todos los sistemas de combate. Hay
un reglamento que protege al atleta, pero se procura no coartar su
creatividad. La jaula, paradójicamente, es donde reina la mayor
libertad. Desde esa noche en Obras mi interés por este deporte fue cada
vez mayor. Viajé a Las Vegas, me vinculé con la UFC (mayor liga de MMA
Mixed Martial Arts del mundo) y trabajé para ellos, primero de columnista, después de comentarista
. Fui manager de peleadores argentinos y sudamericanos, los acompañé en
sus viajes. No me gusta hablar de mi vida privada, pero debo admitir
que en esos años me divertí bastante: era la única mujer en un ambiente de hombres
y no faltaron las noches. Mi obsesión por las artes marciales se volvió
tal que hasta el día de hoy me resulta imposible pensar como pareja
–siquiera ocasional– a un hombre que no sepa pelear. Pero el amor nunca me interesó tanto como el combate
, y la idea de probarme en la jaula no dejaba de acosarme. Para la
gente de afuera quizás suene raro, pero para mí era una necesidad. Toda
la vida entrenando, y sin una sola pelea de verdad. No aguantaba más.
Estudié cuatro años de Brazilian
Jiujitsu (el arte de la lucha en el piso), sin abandonar nunca mi pilar
del karate, y en febrero de 2011 me sentí preparada. Debuté en
Gualeguaychú, en un evento chico, por quinientos pesos y un pasaje de
micro. La experiencia me shockeó.
Fue mucho más violento de lo que esperaba
. Es mentira que con la adrenalina los golpes no se sienten. Se sienten
y mucho. Pero a mí me pasaba algo peor: no quería devolverlos. El
precepto karateka “abstenerse de procederes violentos” –repetido en voz
alta cada día durante nueve años– había inhibido mi capacidad de dañar.
Logré ganar gracias al jiujitsu, pero la pasé muy mal, y salí segura de que no lo volvería a pelear
. Sin embargo, algo dentro mío me decía que el asunto no estaba
concluido, y a medida que las heridas sanaban, las ganas de entrar en la
jaula volvieron a picar. Pero esta vez iba a ser distinto.
Conteniendo las lágrimas y fingiendo
serenidad fui a hablar con mi Maestro de karate y le expliqué que me
iba. Pedí perdón al cosmos, guardé el Zen en un cajón y me puse a
entrenar de otro modo. Sin etiqueta, sin espiritualidad, con derribos y
jalones y trompadas de verdad. Me metí en un gimnasio de Lucha
Olímpica y Muay Thai y empecé a acostumbrarme al roce: a que me tacleen y me tiren al piso
, a que me peguen en la cara y no retroceder. Y me empezó a gustar. Y
vi que aguantaba los porrazos y me volvía a parar. Y me sentí más
fuerte y más “de verdad”. Hice una dieta hiperproteica, levanté pesas y
desarrollé masa muscular. Varias chicas de distintos estilos vinieron a
hacerme de sparring (o sea a pegarme), al punto que tuve que
comprarme lentes de sol bien grandes para disimular los ojos morados
(no me avergüenzan las marcas de guerra, pero me molesta que me
confundan con una mujer golpeada.
De palizas deportivas todo
; de violencia doméstica, nada). Fue tanto lo que me castigaron en el
mes previo a mi segunda subida a la jaula, que la pelea en sí fue un
paseo. Y esta vez sí, lo disfruté.
Hoy tengo treinta y un años y estoy tratando de transformarme en una deportista profesional. Nunca fui una habilidosa y no desparramo coordinación ni motricidad
–hay motores que si no se activan en la primera infancia, no se activan
más–. Sé que no llegaré a pelear en las grandes ligas, pero aún así
quiero sacar lo mejor de mí. Mientras otras mujeres de mi edad piensan
en formar pareja y ser madres, yo pienso en mejorar mis derribos y
darles potencia a mis golpes. A veces, cuando miro atrás, me cuesta reconocerme en todas las personas que fui.
Pienso qué tiene que ver la gordita
lectora de ayer, con la deportista fibrosa de hoy. Creo que ningún
rotulo es representativo, ningún “yo” es definitivo y ningún encasillamiento es eterno
. Muchos antiguos guerreros orientales eran también filósofos y
poetas. A mí me sigue gustando leer y escribir. Ahora también me gusta
pelear. No tengo idea de qué pasará de acá a diez años, ni qué camino
exactamente estoy caminando. La meta sigue siendo la autosuperación,
pero lo único que permanece, según parece, es el cambio
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